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Mitos y leyendas de Mier y Noriega

Historias que se han transmitido de boca en boca a través de los años....

Los ancianos de siglos pasados contaban que la tradición de la cruz de mezquite no es cosa del cristianismo, sino que viene de más atrás, de mucho antes que llegaran los españoles a tierras del Altiplano e impusieran su religión, la cual era desconocida y ajena para los habitantes del desierto, los huachichiles. Aunque los conquistadores veían todo lo que los naturales hacían como cosa del demonio, lo único que sí aceptaban era que éstos le rindieran culto al mezquite; al tener sus brazos extendidos como si formaran una cruz, lo interpretaban como algo similar a la religión cristiana. Pero la verdad sea dicha: para los nativos representaba un poderoso espíritu de la naturaleza manifestado en un árbol con apariencia humana, con su cuerpo erguido y sus brazos abiertos, al cual se le pedía que trajera las lluvias cuando una sequía era prolongada.

Leyenda del mezquite

Al darse el sincretismo de creencias, con el paso del tiempo se perdió la esencia huachichil y el culto al mezquite con forma de cruz tomó un giro católico; en la actualidad, a cualquier mezquite con tales características le hacen su fiesta el 3 de mayo, día de la Santa Cruz. Sin embargo, cuando hay sequía, la gente le lleva ofrendas porque sabe que hará el milagro de traer las lluvias.

En Mier y Noriega, N.L. cuentan que, en cierta ocasión, un campesino que desconocía esta tradición andaba en el monte buscando leña y al encontrarse un mezquite en forma de cruz, decidió cortarlo. Llegó a su casa con una pila de leña y con la cruz para levantarle un altar. Cuando los vecinos se enteraron, le solicitaron que hiciera algo para pedir perdón, pero él dijo que no creía en esas cosas. Al tercer día, cayó una tromba que arrasó con el pueblo, provocando la muerte de todos los integrantes de la familia del campesino. Éste, previendo que los lugareños tomarían represalias contra él, había alcanzado a huir de la comunidad y jamás se supo de su paradero. Entretanto, la gente tomó la cruz, organizó una peregrinación para devolverla a su sitio original y la enterró. La lluvia continuó por varios días más, hasta que la furia del poderoso espíritu se calmó. Pero aquí no concluye la historia: afirman que ahí mismo creció un robusto mezquite también en forma de cruz, el cual sigue en pie y la gente lo venera. 

Recuperado de:

https://adameleyendas.wordpress.com/2011/05/02/mitos-y-leyendas-del-altiplano-la-cruz-de-mezquite/

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Los jicos

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Hay extraña una costumbre que es propia de algunas poblaciones altiplanenses del sur de Nuevo León, dentro de los municipios de Doctor Arroyo y de Mier y Noriega. Se trata de una especie de fiesta sin comparación, la cual se celebra de manera espontánea y tiene como base el compadrazgo.

 

Todo surge de un fenómeno natural y poco frecuente que se da en algunas plantas, cuando dos frutas crecen juntas o pegadas, dígase dos tunas, dos elotes o dos calabazas, a las cuales regionalmente se les conoce como “jicos”. La costumbre consiste en que la persona que encuentra y corta los jicos se los regala a otra, y ésta queda comprometida a secarlos y reducirlos en harina y luego prepararla como dulce para después entregar la mitad del producto a quien se lo regaló. Al hacer esto, se realiza la fiesta y los dos amigos se convierten en compadres. ¿De dónde o cómo surge dicha costumbre? Nadie parece saberlo, pero hay una leyenda, que algunos ancianos narran a guisa de cuento, que bien podría darnos una pista.

 

Hace muchos años, tantos que ya no hay quien recuerde cuántos, andaba una joven mujer huachichil en el monte cortando frutas. El tiempo de frío había llegado y era su obligación juntar provisiones para el largo invierno. Ella estaba embarazada y pronto iba a dar a luz. Como buena indígena, sabía que, de ser necesario, pariría sola, sin la ayuda de alguien, como lo habían hecho su propia madre y todas las otras mujeres de su aldea. Si le llegaba el momento andando sola en el monte, no debería haber problema.

 

La época de tuna ya había concluido y era la fruta más preciada por los huachichiles. En eso, la mujer descubrió unos jicos de tuna en lo alto de una nopalera. Inútilmente trató de alcanzarlos con su mano; luego, buscó una vara larga o cualquier cosa que le ayudara, sin suerte alguna. Pensó en tumbarlos de una pedrada, pero eso hubiera hecho que las tunas se echaran a perder. Siguió intentando de muchas formas, incluso poniéndose en riesgo, hasta que pudo cortarlos con la mano. Para su mala fortuna, perdió el equilibrio y cayó entre la nopalera. Como nadie estaba cerca de ella para auxiliarla, no pudo moverse y quedó muy grave, tanto por el frío como por las heridas de las espinas. En la mañana, aún con vida, unos cazadores la encontraron y la cargaron de regreso a la aldea. Llevaba aferradas en sus manos las dos tunas, los jicos. Resulta que antes de morir, dio a luz a dos niños, algo al parecer inusual, al menos en esa aldea huachichil. Como el hombre de ella andaba de cacería con otros compañeros, la gente esperó su regreso para que él mismo decidiera qué hacer con los bebitos. Mientras tanto, éstos fueron entregados a dos mujeres para que los amamantaran.

 

Pasó el invierno y el padre de los dos niños jamás regresó ―es posible que haya muerto durante una cacería―. Los gemelos hubieran crecido en la misma aldea de no haber sido por una circunstancia imprevista: hubo una lucha territorial entre huachichiles y xi’oi; a las mujeres y niños los llevaron a sitios seguros, lejos del campo de batalla. Fue así como los hermanos quedaron separados, al igual que los pobladores de aquella aldea, quienes con el paso del tiempo formaron dos o tres clanes distintos.

 

Transcurrieron los años y varios clanes de la nación huachichil decidieron hacer alianzas entre ellos para crecer en número y unir la fuerza de sus guerreros con el propósito de hacerles frente a los enemigos de otras tribus o naciones. Para lograr las alianzas, era necesario desposar a los jóvenes de diferentes clanes, quienes no tenían inconveniente en hacerlo. Así, el jefe de un clan, y padre de dos hermosas doncellas, ofreció a sus hijas a sendos jóvenes guerreros. Como hubo muchos pretendientes, el hombre les dijo que las daría en matrimonio a los dos guerreros que trajeran las mejores ofrendas. Todos salieron en busca de algo para complacer al futuro suegro. Al tercer día, regresaron los pretendientes con sus ofrendas o dotes. Las exhibieron ante el padre de las doncellas para que tomara su decisión. No batalló mucho en hacerlo. Dio las manos de sus hijas a dos jóvenes que habían traído, cada uno por su lado, jicos de tunas, pues eso había sido algo excepcional. Encontrar jicos no es tarea fácil; encontrar dos jicos de una misma fruta es más difícil; que dos jóvenes hubieran llevado una ofrenda igual era algo por demás inusual, y por dicha razón el jefe del clan decidió de inmediato quiénes serían sus yernos.

 

Lo que tal vez él no supo, ni los jóvenes tampoco, fue que ellos eran aquellos gemelos cuya madre murió cortando jicos. El destino los volvió a unir, ahora casados con dos hermanas.

 

Recuperado de:

http://mitosyleyendasdemexico.blogspot.com/2014/01/costumbres-cuentos-y-leyendas-de-nuevo.html

La mujer que bailó con el diablo

Era una chica muy bella, de las que eran coquetas con los hombres. Y un día que estaban en un baile, la sacó a bailar un muchacho, que no era guapo, pero que la pretendía, y ella le dijo que prefería bailar con el diablo que con él. El muchacho se fue afligido, porque estaba enamorado de esa muchacha tan bella. Un rato después, se le acercó a la muchacha un joven muy guapo, como no se veían por ahí, y la invitó a bailar. Y cuando estaban bailando, la ropa de ella empezó como a quemarse, y a él le crecieron las uñas y le comenzaba a rasguñar la espalda; pero la muchacha no se quejaba, parecía que disfrutaba el baile: la pareja giraba y giraba, cada vez más rápido, hasta que todos los que estaban ahí vieron, entre humo, cómo se desvanecía la figura de la muchacha, hasta quedar su ropa en el suelo. Muchos dijeron que habían creído que estaba loca, porque, después de bailar con un desconocido muy guapo, la habían visto bailar sola. La gente quedó muy espantada de aquel baile en el que el diablo, en forma de galán, se había llevado a la muchacha.

Jorge Elorza Villaseñor, 22 años, aprendiz de mecánico, Mier y Noriega, N. L. [grabado en Doctor Arroyo, N. L.], 2 de abril de 1994.

Recuperado de:

http://www.rlp.culturaspopulares.org/textos/1/02-Zavala.pdf

 

© 2018 hecho por Dania Arriola, Bárbara Granados, Karina Onofre y Anahí Molina 

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